Torturando a nuestros ancianos con demencia: la alimentación forzosa

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El New York Times ha publicado un artículo durísimo titulado “Force-Feeding: Cruel at Guantánamo, but O.K. for Our Parents” (Alimentación forzada: cruel en Guantánamo pero aceptable con nuestros padres).

Desde hace años sabemos que forzar la alimentación con tubos (mediante una sonda nasogástrica o la inserción de un catéter a través de un orificio en el abdomen hasta el estómago mediante una Percutaneous Endoscopic Gastrostomy o PEG) en pacientes con demencia con dificultades para tragar debido a la evolución de su enfermedad, es una actuación desproporcionada y dañina: no mejora en nada la calidad de vida del paciente (al contrario), no suele evitar las complicaciones respiratorias por broncoaspiración, puede ser dolorosa (sobre todo la sonda nasogástrica), es fuente de frecuentes complicaciones que obligan a trasladar a los pacientes a los hospitales (con el dis-confort que esto les crea) y, muchas veces, ni siquiera prolongan la vida en comparación con una alimentación manual cuidadosa.

En el artículo, su autor, el Dr.Haider Javed Warraich, denuncia además un incentivo perverso que ha hecho que esta práctica se esté generalizando en EE.UU: las residencias cobran más dinero si los enfermos son portadores de estos artilugios y, a la vez, ahorran en recursos humano, ya que la alimentación manual requiere más dotación de personal. Poner sondas y PEGs es, por tanto, un negocio redondo para las residencias norteamericanas, a costa del sufrimiento de ancianos desvalidos.

En España, las Unidades de Nutrición, que han florecido en nuestros hospitales, dedican gran parte de sus recursos al mantenimiento de estos catéteres de alimentación forzosa. La inserción de un tubo para alimentar a un paciente demente con dificultades para tragar se ha convertido en una decisión técnica, casi automática, casi como prescribir un antibiótico para una infección (aunque ahora sabemos que la prescripción de antibióticos en pacientes terminales podría ser dañino y que también habrá que pensarlo mejor en adelante), con demasiada frecuencia, sin una adecuada información a los familiares de sus riesgos y beneficios.

Aquí el texto traducido

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“La práctica de la alimentación forzada se ha utilizado en las huelgas de hambre de los presos de Guantánamo y, más recientemente, en Israel, donde ha habido un vigoroso debate sobre la ética de esta práctica. Pero uno no tiene que estar en la cárcel para tener un tubo de alimentación a través de su nariz. Millones de estadounidenses de edad avanzada son alimentados a través de tubos a pesar de la falta de pruebas científicas de que supongan algún beneficio clínico.

La alimentación por sonda fue desarrollada para proporcionar nutrición a los pacientes – cada vez más frecuentemente son enfermos con demencia – que no pueden comer por su cuenta. La mayoría de ellos, especialmente en las etapas finales de la enfermedad, desarrollan dificultades para tragar y con frecuencia aspiran alimentos u otros contenidos del estómago hacia sus pulmones, desarrollando neumonías.

Estudio tras estudio, sin embargo, se ha demostrado que la alimentación por sonda no proporciona ningún beneficio en comparación con la alimentación manual, que es más difícil, pero mucho mejor para los pacientes. No se mejora la supervivencia, no se reducen las infecciones, no se reduce la incidencia de neumonía por aspiración ni se mejora el estado nutricional de los pacientes comparado con los que son alimentados a mano o incluso con los que no son alimentados en absoluto.

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Parece claro que los tubos de alimentación son perjudiciales. Un estudio demostró que los pacientes con sondas de alimentación tuvieron una mayor incidencia de úlceras por presión en la espalda al estar inmovilizados y acostados en la cama más habitualmente. Los tubos de alimentación también tienen complicaciones frecuentes como su des-inserción u obstrucción. Es verdad que, los tubos de alimentación son un mal necesario en algunos casos, como después de cirugías o de un accidente grave; pero, en las demencias evolucionadas no están indicados.

La alimentación por sonda nasogástrica requiere la colocación de un tubo de silicona, de unos 50 centímetros de largo, que sube por la fosa nasal hasta la parte posterior de la garganta para terminar en el estómago o el intestino delgado. Los tubos se colocan generalmente sin ningún tipo de anestesia o sedación; por ellos se introduce una fórmula nutricional viscosa.

Lo más cerca que nunca he estado de experimentar lo que podría sentir un enfermo con una sonda nasogástrica fue el invierno pasado cuando tuve un resfriado y me recogieron una muestra de la nariz con un bastoncillo para descartar la gripe. El bastoncillo era quizás una décima parte del tamaño de la sonda de alimentación pero me sentí como si me estuvieran desgarrando hasta mi tronco cerebral. Mis ojos se humedecieron incontrolablemente, mis manos se agarraron la silla y todos los músculos de mi cuerpo se tensaron. No es extraño que un preso en Guantánamo declarara cuando le pusieron una sonda que “nunca había experimentado un dolor semejante antes.”

Gran parte de la presión para colocar tubos de alimentación proviene de las familias de los pacientes (Nota del editor: normalmente mal informadas), pero los médicos son igualmente culpables. Los médicos, con la tecnología, suelen ser exageradamente optimistas; también en este caso: una encuesta reveló que casi dos tercios de los doctores erróneamente creía que los tubos de alimentación podían mejorar la supervivencia de los pacientes. De hecho, dado que la alimentación por sonda es claramente perjudicial en pacientes con demencia, ni siquiera debería ser una opción ofrecida a la familia por los médicos (Nota del editor: el consentimiento informado, en este caso una decisión de sustitución, no se requiere para abstenerse de realizar intervenciones sanitarias no indicadas).

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El uso excesivo de los tubos de alimentación también es un ejemplo de cómo los incentivos financieros pueden conducir a prácticas deplorables en medicina. La investigación realizada por Susan Mitchell, profesora de geriatría en la Escuela de Medicina de Harvard, ha demostrado que los pacientes ingresados en residencias privadas tienen mayor riesgo de acabar con tubos de alimentación.

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Estas residencias cobran tasas más altas para los pacientes con sondas de alimentación pero requieren mucho menos la participación de personal auxiliar en comparación con lo que se necesita para la alimentación cuidadosa a mano, una práctica recomendada para los pacientes con demencia. “Si a usted le pagan menos y además requiere más personal, es difícil que las residencias con ánimo de lucro se comprometan con la mejor práctica, que es la alimentación a mano”, dijo el Dra. Mitchell.

Al igual que cualquier otro problema en medicina, terminar con esta epidemia requerirá la cooperación de todas las partes interesadas. Los incentivos financieros que pueden estar impulsando el uso excesivo de estas tecnologías deben ser eliminados. Los pacientes deben ser alimentados a mano pero las familias deben aceptar que, en algunos casos, la incapacidad para comer es una señal de que la enfermedad ha progresado hasta su etapa final. Para aquellos pacientes que no pueden ser alimentados a mano y que no quieren ser alimentados, la inserción de un tubo sólo agrava su agonía.

No hace mucho, me acerqué a la cama de un paciente mirando al techo con ojos vidriosos. Sufría demencia y tenía un tubo en el pecho para drenar líquido que se había producido en sus pulmones debido a una neumonía; ahora la familia había solicitado una sonda de alimentación, con la esperanza de evitar que la comida volviera a irse por el conducto equivocado.

Mi residente enjabonó el tubo con lubricante y comenzó a girar hacia arriba su nariz. El hombre, que había sufrido mucho sin emitir siquiera un gemido, comenzó a temblar y pronunció la primera palabra en meses: “Mátame”. Lo que comenzó como un débil y tembloroso susurro comenzó a ser repetido hasta llegar a un grito tan fuerte como le permitían sus pulmones: “killmekillmekillmekillme!”.

Haider Javed Warraich, a fellow in cardiovascular medicine at Duke University Medical Center, is writing a book about modern death.

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