Covid-19: Emergencia sanitaria y fractura de la longevidad en Occidente

La longevidad es un problema para la estabilidad financiera mundial, que cuestiona los pilares económicos de los Estados post baby boom. La pandemia está revelando que los ancianos se han transformado en objeto de las fobias de un sistema que no sabe qué hacer con la longevidad que tanto esfuerzo ha costado conseguir


La pandemia de coronavirus evidencia que los ancianos son un problema para una sociedad que no sabe qué hacer con la longevidad

Las sociedades premodernas se caracterizaron por elevadas tasas de mortalidad infantil y una esperanza de vida media en torno a los 35 años en el norte de Europa. Como civilización, nos costó cerca de tres siglos ser tan exquisitos en los cuidados pre y neonatales y efectivos en el control de enfermedades que mataban a la población en su etapa vital más productiva.

Desde fines de la Edad Media, la percepción sobre la muerte estaba cambiando en Occidente, pero es en el contexto de la Revolución Industrial, caracterizado por el desarrollo de nuevos conocimientos que permitieron al ser humano un mayor dominio sobre su entorno, que la muerte adquiere cierta previsibilidad, y el hombre occidental, rompiendo con su tradicional resignación ante el fenómeno, desarrolla un fuerte sentimiento de rechazo a su brevedad existencial. Ello no significa que en las sociedades preindustriales no existiera una preocupación real por la preservación de la salud y la prevención de enfermedades, sino que por vez primera en la historia el ser humano tuvo la capacidad, no sin limitaciones, de comprender científicamente los procesos que determinan su degeneración e incidir positivamente sobre ellos.

En cualquier caso, las culturas de salud premodernas tuvieron un impacto reducido sobre la mortalidad si la comparamos con algunos de los descubrimientos médicos desarrollados en el contexto de la Revolución Industrial, como la vacuna antivariólica desarrollada por Edward Jenner, por citar solo un ejemplo bien conocido. El auge en esa etapa de nociones como riesgo de muerte, muerte prematura, o salud del trabajo, entre otras categorías, revelan una mayor conciencia sobre los determinantes socioeconómicos de la mortalidad. De acuerdo con George Rosen: “Solo en la época moderna aparece una clara conciencia de los estrechos lazos que existen entre las condiciones sociales y los problemas médicos.”[1]

Aunque no será hasta mediados del siglo XIX que comience, primero en Inglaterra, un despegue progresivo de la esperanza de vida al nacer, ello fue el resultado de los cambios que suceden décadas antes. Entre ellos la fuerte valorización económica y social de la salud, sustentada no solo sobre la creencia, cada vez más extendida, de la amenaza que todo cuerpo enfermo supone para la colectividad, sino también sobre la posibilidad real de prolongar la existencia. Tales cuestiones están en el centro del mercado médico y las políticas de salud que se desarrollan desde mediados del siglo XVIII en Europa y se extienden posteriormente a otras regiones.

En 1850 la esperanza de vida al nacer en Inglaterra era de 43 años aproximadamente. Su población estaba afectada por una entonces envidiable tasa de mortalidad de 25 defunciones por mil habitantes. Desde fines del siglo XVIII y durante todo el XIX, la tasa de crecimiento de la población británica fue con diferencia la más elevada de las potencias occidentales europeas: 1,23% anual. Esta aceleración permitió que la sociedad inglesa recortara la diferencia poblacional que tenía a mediados del siglo XVIII respecto a Francia o España. La magnitud del ritmo de crecimiento de la población inglesa en el siglo XIX puede valorase si consideramos que el segundo mejor promedio fue el de los Países Bajos con un 0,84% anual, y que la media europea entre 1820 y 1870 fue de 0,69%.

Entre los factores que explican el aumento de la experiencia de vida destaca concientizar a la población en pautas de higiene que debían ser de dominio colectivo, la vulgarización científica y reforzar la legislación sanitaria

Entre los factores que explican el aumento de la esperanza de vida al nacer en esa etapa están la reducción de la mortalidad infantil por enfermedades infecciosas. La medicalización de la sociedad se transformó en una práctica habitual de la administración pública. “Todas las muertes prematuras, por cualquier causa, son calamidades para ser deploradas”[2], sugería un funcionario inglés. La gestión interna de los hospitales fue reformada y se mejoró el tratamiento de varias enfermedades, sobre todo las febriles. Para concientizar a la población en pautas de higiene que debían ser de dominio colectivo se incentivó la vulgarización científica y se reforzó la legislación sanitaria. Las mejoras habidas en el tratamiento de las aguas, la basura y los alimentos, redujeron significativamente la exposición a diversos agentes infecciosos. Mientras que una alimentación más regular terminó con las masivas hambrunas premodernas y proporcionó al organismo humano mayor resistencia a las infecciones.

El despegue británico en la esperanza de vida al nacer fue seguido por otros países de Europa noroccidental, Estados Unidos y Canadá. La transición fue más tardía en la Europa meridional. El reino de España estuvo durante todo el siglo XIX en desventaja. En la década de 1860 la esperanza de vida al nacer de un español era unos 10 años menor al de los daneses, franceses, holandeses, británicos, italianos, suecos y suizos. Entonces, un recién nacido en la península ibérica podía esperar vivir unos 29,8 años. Todavía en 1900 la esperanza de vida al nacer en España promediaba unos 34,8 años y no será hasta 1910 que un español promedio pueda esperar vivir los casi 42 años que ya eran posibles seis décadas antes para Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Francia. En la actualidad, la mayoría de la población mundial puede esperar vivir hasta los setenta años. En países desarrollados como Suiza, Japón y España, líderes mundiales en esperanza de vida, más de 80 años.

Pero en todo ese proceso histórico asumimos que la batalla contra la enfermedad y la muerte prematura era la batalla decisiva contra la enfermedad y la muerte. Está claro que la longevidad es un problema para la estabilidad financiera mundial tal cual está estructurada. Que cuestiona los pilares económicos de los Estados post baby boom en las economías más avanzadas de Europa. En definitiva, la actual pandemia de coronavirus está revelando el proceso mediante el cual el adulto mayor se ha transformado en objeto de neofobias de un sistema que no sabe qué hacer con la longevidad que tanto esfuerzo ha costado conseguir. Ahí está la estrategia que en un inicio defendió el premier inglés Boris Johnson ante la propagación del Covid-19. Un apocalipsis vírico enfrentando al abuelo y al nieto por la supervivencia. Ahí están las desafortunadas declaraciones de Jair Bolsonaro sobre las causas de la extraordinaria mortalidad en Italia, un país con “demasiados viejos”. Ahí está la apoteosis sanitaria en residencias de ancianos en España y Francia. Ejemplos bien conocidos entre una extensa lista de argumentos -políticos, sociales y epidemiológicos- que sugieren una fractura sensible de la longevidad, como concepto y conquista, en el contexto de emergencia sanitaria asociada a la pandemia de Covid-19.

La pandemia está revelando el proceso mediante el cual el adulto mayor se ha transformado en objeto de neofobias de un sistema que no sabe qué hacer con la longevidad que tanto esfuerzo ha costado conseguir

Según los datos publicados por el Ministerio de Sanidad de España, la tasa de mortalidad por coronavirus, o sea la proporción de casos que mueren sobre los positivos registrados, es de 17,9% en la población mayor de ochenta años. Cifra que sitúa a los octogenarios en el sector demográfico de mayor riesgo. Con porcientos diferentes, ese ha sido el comportamiento epidemiológico del virus en el resto de los principales países infectados hasta la fecha. La probabilidad de morir por este agente patógeno disminuye considerablemente en la medida que también lo hace la edad de la población contagiada.

Se ha dicho que la Covid-19 no respeta ideologías políticas y desconoce la clase social del cuerpo que enferma. No podemos esperar otra cosade un virus como entidad biológica. Pero, aunque el virus no discrimina, opera sobre un orden económico y social con profundas desigualdades. Cuando pase la emergencia sanitaria en la que todavía estamos envueltos, una lectura sosegada de la trazabilidad social de la enfermedad pondrá al descubierto las fisuras de la democracia que nos hemos dado. Incluso en el reino de España, con un sistema de salud pública de los más avanzados del mundo, el virus, trágicamente, no ha hecho más que zoom a la realidad existente antes de que iniciara desde Wuhan su desconcertante viaje planetario.

A propósito del debate sobre la mortalidad en las residencias de ancianos en España, donde se estima que casi 20.000 personas han muerto con Covid-19 o síntomas compatibles con la enfermedad, una tesis doctoral defendida en 2016 en la Universidad de Sevilla por Sandra A. Pinzón Pulido destacó que, en la población analizada, las personas con más de 65 años que viven y son asistidas de sus problemas médicos en sus domicilios tienen mayor esperanza de vida que las que están internadas en residencias. Sostiene además que “la atención residencial incrementa el riesgo de morir un 52% en comparación con la atención en domicilio” y que “el 87,4% de las mujeres y el 85,9% de los hombres consultados manifestaron su deseo de recibir los cuidados en su domicilio particular”.[3] En las residencias se ha producido casi el 70% de todas las defunciones contabilizadas oficialmente por el Ministerio de Sanidad. En el resto de países de Europa occidental las residencias de ancianos no han sido mucho más seguras.

Es posible que la pandemia de Covid-19 marqué un punto de inflexión en la forma en que nuestra generación y las futuras entiendan la longevidad. A lo largo del siglo XXI, según las proyecciones más pesimistas, puede que la esperanza de vida al nacer aumente otros 13 años en los países más desarrollados. Estaría cerca de los 100 años. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre 2015 y 2050 la proporción de la población global con más de 60 años pasará de 900 a 2.000 millones. Se estima que el número de personas de 80 años o más se triplicará, de 143 millones en 2019 a 426 millones en 2050. Ya en 2018, por primera vez en la historia, la población de 65 años o más superó en número a los menores de cinco años. Ello supone un cambio de paradigma civilizatorio. De modo que, necesitamos reinventar nuestro sistema de valores y reformar los sistemas de protección social, despojándolos de la aritmética de vida y muerte asociada al liberalismo económico, a la lógica de la productividad y la ganancia como fundamento último de la vida humana. Urge además recuperar la sensibilidad que las sociedades premodernas tenían con las personas que, con gran fortuna, sobrepasaban el umbral de la muerte.


Notas:
[1] George Rosen, De la policía médica a la medicina social. Ensayos sobre la historia de la atención a la salud, Siglo XXI, México D. F., 2005, p.77. George Rosen fue editor de la prestigiosa revista American Journal of Public Health y profesor de historia de la medicina y de la salud pública en Yale University.

[2] The Third Annual Report of the Sanitary Condition the Whitechapel District for the Year Ending January 1st, 1859, Impreso por T. Penny, Londres, 1859, p.5.

[3] Sandra Arlette Pinzón Pulido, “Atención residencial vs. atención domiciliaria en la provisión de cuidados de larga duración a personas mayores en situación de dependencia”, Tesis Doctoral, Departamento de Enfermería, Universidad de Sevilla, 2016.

 

 

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