Camellos con bata blanca

Blurred view of pharmacists behind counter in modern pharmacy

Ricardo Mir de Francia

La mayor epidemia de drogas en la historia de Estados Unidos no se gestó en las selvas colombianas ni en los montes mexicanos donde crece la adormidera. No empezó con el trapicheo en las grandes ciudades ni la puso en marcha el crimen organizado. Ni siquiera se concibió necesariamente como un plan nefario para llenar los cementerios y tullir a varias generaciones de estadounidenses.

La crisis de opioides comenzó en los laboratorios farmacéuticos y en las consultas del médico, amparada por la ley y propulsada por una revolución en el campo de la medicina. Su intención era curar el dolor, pero solo consiguió exacerbarlo como si una plaga bíblica se hubiera abatido sobre el país. Más de 200.000 estadounidenses han muerto desde 1999 por sobredosis de fármacos narcóticos, casi cuatro veces más de los que cayeron combatiendo en Vietnam.

Desde hace unos años, productos como Vicodin, Percocet o Lortab están en cualquier botiquín

Para comprender lo que pasó, quizás haya que empezar por el principio, por los orígenes de la medicina del dolor, una disciplina fundada a mediados del siglo pasado por John Bonica, un inmigrante siciliano y exluchador de wrestling que acabó haciendo carrera como anestesista.

Bonica abrió su primera clínica en Seattle en 1960. Pensaba que el dolor crónico responde a múltiples factores físicos y psicológicos y, por tanto, solo puede superarse si se trata de forma multidisciplinaria, con la ayuda de psicólogos, fisioterapeutas, ejercicio físico o terapias ocupacionales, una estrategia a largo plazo que apenas se apoya en la medicación. La filosofía de Bonica se extendió por todo el país e inspiró a varias generaciones de galenos.

Médicos como el doctor Steven Levin, que se especializó en medicina del dolor al observar la cantidad de pacientes que lo padecían sin que el sistema les diera una respuesta. «Cuando no se trata, el dolor crónico puede provocar problemas de movilidad y conducir a la discapacidad, con los enormes costes sociales que comporta. También puede generar trastornos psicológicos y sociales como ansiedaddepresión o insomnio», dice Levin en una entrevista. «Ayudar a los pacientes a recuperar su vida no solo es humano sino también buena medicina«.

Las aseguradoras, sin embargo, tenían otros planes. Desde principios de los 90 dejaron de financiar los tratamientos que no fueran estrictamente clínicos y farmacológicos porque a corto plazo son más caros que un bote de pastillas o una intervención en el quirófano.

Analgésico con opiáceo. / EL PERIÓDICO

Un bote para cada estadounidense

Aquella sequía de fondos para aplicar el modelo de Bonica coincidió con la irrupción de un pequeño grupo de médicos liderados por Russell Portenoy que abogaban agresivamente por el uso de opioides para tratar a los más de 100 millones de estadounidenses que, según las encuestas, decían padecer dolores crónicos. Hasta entonces, estos fármacos derivados del opio y conocidos por su elevado componente adictivo se habían administrado con extrema cautela, casi exclusivamente en enfermos terminales, pacientes con cáncer y posoperatorios. Eran poco más que una herramienta para una muerte digna.

Pero ahora todo estaba a punto de cambiar. Medicamentos como OxycontinVicodinPercocet o Lortab se convertirían en componentes esenciales de cualquier botiquín, la supuesta panacea para lumbalgias, artritis, dolores de cabeza, pospartos con cesárea o muelas extraídas. Durante el pico del 2012 se llegaron a prescribir 282 millones de recetas de analgésico opioides, suficientes para que cada adulto estadounidense tenga «un bote de pastillas y algunas más», en palabras del Cirujano General de EE UU, Vivek Murthy.

En los 90, las farmacéuticas
hicieron campaña para que los médicos recetaran analgésicos

Y aunque ese número ha caído algo desde entonces, 92 millones de estadounidenses consumieron estos fármacos en 2015. Es decir, el 38% de la población, según una estimación oficial. Los datos también señalan que uno de cada cuatro desarrolla adicción, abocándolos en última instancia al mercado negro, donde abundan la heroína y el fentaniloCada día mueren 91 estadounidenses por sobredosis de narcóticos legales e ilegales.

Visto con perspectiva, lo que sucedió fue una gran ofensiva de ‘fake news’ antes de que el concepto estuviera en boga. «A principios de los 90 se lanzó una campaña pagada por las farmacéuticas para convencer a los médicos de que estábamos creando un sufrimiento innecesario porque le teníamos demasiado miedo a la adicción. Nos dijeron que la forma compasiva de tratar el dolor crónico es mediante los analgésicos narcóticos y que la adicción raramente se produce«, explica Andrew Kolodny, psiquiatra especializado en adicciones y presidente de la organización Médicos por una Prescripción Responsable de Opioides. «El mensaje llegó desde todas partes. De los hospitales y los médicos más eminentes, de las asociaciones profesionales, de las facultades de medicina o de los gobiernos estatales».

Una medicación ‘segura’

Como salvo inicial, el doctor Portenoy y su camarilla de evangelizadores, pagados algunos por las farmacéuticas, dieron cientos de conferencias por todo el país arguyendo que era seguro medicar con opioides a pacientes con dolores crónicos durante meses y años ininterrumpidamente. «Menos del 1% desarrollan adicción», repetían como un mantra. Para respaldarlo esgrimieron un estudio realizado sobre 38 pacientes del propio Portenoy, que acabó dirigiendo la unidad del dolor en el prestigioso hospital Beth Israel de Nueva York, y otro todavía más trasnochado que pasó a convertirse en la sábana santa del movimiento.

Los resultados de este último se publicaron en 1980 en una carta al director de la revista ‘New England Journal Of Medicine». No es más que un párrafo de 11 líneas que sintetiza las conclusiones de un análisis sobre 12.000 pacientes hospitalizados a los que se les suministró «al menos un preparado de opioides». Solo cuatro desarrollaron adicción. El estudio distaba mucho de ser concluyente porque solo se examinó a pacientes ingresados, medicados con pequeñas dosis y monitoreados por el personal sanitario. Pero caló su titular («La adicción en pacientes tratados con narcóticos es poco habitual») y aquel párrafo resucitado del olvido acabó siendo citado en más de un millar de artículos científicos, tesis académicas y guías farmacológicas.

El fentanilo es 50 veces más potente que el ‘caballo’. / EL PERIÓDICO.

El quinto signo vital

La revolución empezaba a tomar forma, y en 1996 la Sociedad Americana del Dolor le dio un espaldarazo indispensable. Lanzó una campaña para convertir el dolor en el quinto signo vital, junto con la temperatura corporal, el pulso, la tensión arterial y la frecuencia respiratoria. El dolor es subjetivo, no se puede medir con precisión, pero no impidió que acabara institucionalizándose un test donde el paciente estima su dolor en una escala del 1 al 10. Dos años después, el Departamento de Salud de los Veteranos adoptó el test y le siguió la mayor organización de hospitales y proveedores médicos del país. La idea de que EEUU tenía un grave problema de dolor desatendido ya se podía cuantificar.

El fármaco Oxycontin, que no está mezclado con paracetamol ni aspirina, propulsó la epidemia

Aquel mismo año sucedió algo todavía más trascendental. Purdue Pharma, una farmacéutica de Connecticut, sacó al mercado Oxycontin, la droga que propulsaría la epidemia. Oxycontin no está mezclado con paracetamol o aspirina, como muchos de sus pares. Es oxicodona pura, un opioide semisintético descubierto en Alemania durante la primera guerra mundial, dos veces más potente que la morfina y primo hermano molecularmente de la heroína.

A sus comprimidos, Purdue les añadió un mecanismo de liberación sostenida que supuestamente mitiga los riesgos de adicción al extender sus efectos durante 12 horas. Pero el propio prospecto daba pistas de cómo abusar de ellos, al advertir a los usuarios que no deben machacar la pastilla porque libera «una cantidad potencialmente tóxica de la droga». Toda una invitación para los yonquis.

Desde su lanzamiento, las ventas de Oxycontin han generado más de 35.000 millones de dólares para Purdue, lo que ha convertido a la familia Sackler, los únicos propietarios de la compañía, en el decimosexto clan más rico de EEUU, por delante de los Rockefeller o los Bush, según la revista ‘Forbes’. No sucedió por arte de magia. Fue resultado de una de las campañas de marketing más efectivas y, a la postre, fraudulentas de la historia reciente. En el 2007 la compañía admitió haber tergiversado los riesgos de adicción de su fármaco ante pacientes, médicos y reguladores, y pagó una multa de 634 millones. Poco más que calderilla.

94.000 médicos en agenda

La campaña no tardó en despegar. En los cinco años que siguieron al debut de Oxycontin, Purdue invitó a más de 5.000 médicos, enfermeros y farmacéuticos a conferencias en ‘resorts’ de Florida, California y Arizona con todos los gastos pagados. Unos simposios que impartían eminentes especialistas a sueldo de la compañía. También financió investigación, cursos de educación continua y facultades de medicina. Utilizando técnicas de ‘big data’, su ejército de representantes farmacéuticos, formados para repetir que «el riesgo de adicción es inferior al 1%», identificó a los médicos más proclives a los opiáceos y puso a 94.000 de ellos en sus agendas telefónicas.

«Aquí acabamos recetándolos [los opiáceos] como si fueran caramelos», afirma el doctor Caleb Alexander

Músculo financiero nunca le faltó. Solo en el 2001, Purdue se gastó 200 millones de dólares en márketing. Para entonces ya no estaba solo. Otros fabricantes de opioides se habían sumado a la campaña para promoverlos, empresas como Johnson and JohnsonInsys TherapueticsMylan o Depomed. El resultado fue lo más parecido a una monumental estafa regada de muertos, como demuestra otro episodio del 2009. Aquel año, la Sociedad Americana del Dolor y la Academia de Medicina del Dolor, las máximas autoridades en la materia, recomendaron el uso de opioides para el dolor crónico en sus guías de práctica clínica. Más tarde se descubrió que 14 de los 21 autores de las guías tenían vínculos financieros con las farmacéuticas.

Una adicta a los narcóticos, madre de un niño de 7 años, duerme al raso en Seattle. / JAE C. HONG (AP)

«No sucedió de la noche a la mañana, pero al final el mensaje sobre la seguridad de estos productos acabó calando en la profesión«, dice el doctor Caleb Alexander, codirector del Centro de Seguridad Farmacéutica de la Universidad John Hopkins. Entre 1999 y el 2010 las ventas de opiáceos se cuadriplicaron y, en una relación causa-efecto casi perfecta, también se cuadriplicaron las muertes por sobredosis. «En otros países ni siquiera se pueden administrar fuera de los hospitales, pero aquí acabamos recetándolos como si fueran caramelos«, dice Alexander. EEUU consume el 80% de todos los opiáceos que se fabrican en el mundo. El resto, hasta llegar al 95%, se usa en los países industrializados. Al mundo en desarrollo le queda tan poco que no puede siquiera garantizar una muerte digna a sus enfermos terminales.

Con decenas de millones de estadounidenses sobremedicados con opioides no solo las farmacéuticas, sus distribuidoras y los médicos sin escrúpulos se hicieron ricos. En medio de aquella vorágine aparecieron miles de clínicas del dolor, particularmente en Florida, que llegó a emitir en un momento dado el 90% de las recetas narcóticas dispensadas en EEUU. Tenían nombres tan sugerentes como ‘Centro de Bienestar’ y muchas no eran más que burdas tapaderas de tráfico de drogas. La ruta que llegaba hasta el sur del estado fue bautizada como ‘Oxy Express’.

La sobredosis de drogas se ha convertido en EEUU en la primera causa de muerte de los menores de 50 años

Con el tiempo se tomaron algunas medidas para cerrar las clínicas fraudulentas, controlar los abusos o reducir la duración de los tratamientos. Pero aquella era ya una hidra con mil cabezas. Una guadaña monstruosa. Cuanto más difícil se tornó conseguir analgésicos, más adictos cambiaron las pastillas por la heroína y el fentanilo (50 veces más potente que el ‘caballo’), más baratos y disponibles en el mercado negro. Cuatro de cada cinco nuevos usuarios de heroína se enganchó antes a los opioides. «Ahora tenemos dos grupos de adictos recientes y los dos son muy blancos de piel», dice el doctor Kolodny. «El grupo de mayor edad muere por sobredosis de analgésicos. El más joven se engancha a las pastillas y se pasa después a la heroína porque ahora tiene problemas para que se las receten por períodos prolongados. Ambos grupos están muriendo a unos niveles nunca vistos».

No es una exageración. Las sobredosis de drogas se han convertido en la primera causa de muerte de los menores de 50 años. Más que el cáncer o los accidentes de tráfico. Y han provocado que la esperanza de vida caiga por primera vez en muchas décadas. No son más que números. Detrás hay terribles historias de dolor y pérdida, esa clase de dolor que no cura ninguna pastilla.

 

FUENTE: http://www.elperiodico.com/es/mas-periodico/20171111/camellos-con-bata-blanca-6413483

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