EL CORONAVIRUS: PANÓPTICO EPIDEMIOLÓGICO, SOMATOCRACIA MEDIATIZADA Y PESADILLA DEL PACIENTE CERO

Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír

George Orwell

La emergencia del coronavirus suscita un problema que se encuentra ubicado mucho más allá de la salud pública. Su presencia reactiva los dispositivos y las extensiones mediáticas de los poderes establecidos y genera un estado de excepción en lo social, en el que se cierne sobre cada persona la sospecha de ser un agente de contagio de la enfermedad. Así se justifica un estado de lo social que tiende a encerrar a las personas en sus espacios privados-domésticos; reduce los espacios públicos; convierte a todos en vigilantes activos de los demás; confiere a las autoridades la licencia de erigir fronteras férreas en todas las áreas de interacción cotidiana; moviliza a las audiencias, reforzando a las personas como  espectadores atentos a las conminaciones de los expertos; reduce la autonomía personal a favor de la dependencia de la autoridad experta, activa a cada cual como potencial agente infeccioso, y genera estados de pánico colectivo.

Soy consciente de que una epidemia de este tipo necesita de un nivel de intervención excepcional por parte de las autoridades sanitarias. Pero tengo grandes dudas acerca de la actuación de estas, en tanto que el tiempo vigente configura al estado como una extensión del mercado. Este dispositivo central ejerce una vigilancia creciente sobre las personas, devenidas en compradores imprescindibles de la oferta de bienes y servicios. Para asegurar esta función, el mercado desarrolla estructuras de seducción de los clientes, que han alcanzado un nivel colosal, interfiriendo en toda la vida social. El ejemplo de consumo de fármacos en el área de la salud es elocuente. De ahí mis reservas acerca de la legitimidad de las autoridades, la confianza en sus motivaciones y la eficacia de sus actuaciones. Por eso he decidido movilizar mi condición de ciudadano en este texto.

El coronavirus está generando una distopía inimaginable, contribuyendo a un salto en lo que se denomina como “sociedad de control”, que desarrolla mecanismos panópticos de vigilancia de las personas, hasta unos niveles inquietantes. El sujeto arquetípico de esta forma de lo social, se hace transparente mediante la acción concertada de varios dispositivos, que, más allá de su funcionalidad, contribuyen a generar un estado perverso de lo social. El elemento articulador de este orden social es el gran panóptico resultante de su convergencia. Sus elementos más significativos son el currículum; la acción concertada de la institución de la gestión con la de recursos humanos; la tarjeta de crédito y el teléfono móvil, entre otros, entre los que se encuentra la historia clínica, ahora reforzada por la activación del dispositivo epidemiológico. El sumatorio de estas vigilancias constituye a cada persona en objeto de un panóptico formidable.

Esta vigilancia intensiva constituye una base de datos imponente, que es gestionada por las interpretaciones de las nuevas instituciones que le otorgan sentido: la gestión; los recursos humanos; la evaluación; el marketing y las mediáticas interactivas. Esta inspección intensiva se instrumenta en un dispositivo formado por gerentes, expertos de distintas agencias, especialistas psi, tecnócratas y operadores simbólicos, principalmente ubicados en las televisiones. La racionalidad que anima a este conglomerado experto de la vigilancia y la conducción de las personas en la nueva sociedad de control, se funda en promover continuamente diferencias entre los sujetos. La gestión de las mismas se hace posible mediante el poder subjetivador asociado a este dispositivo de conducción de personas.

Desde esta perspectiva, se puede afirmar que la emergencia del coronavirus constituye un salto, un gran experimento de control de la población. El virus adquiere la forma simbólica de una amenaza de un enemigo difuso, pero próximo, que genera temores colectivos, que son administrados por el dispositivo experto, ahora radicalmente medicalizado y mediatizado. El coronavirus actúa como un catalizador de las vigilancias de la atemorizada población, que es convertida al estatuto de espectador del gran espectáculo de máscaras, gorros, monos y otras vestimentas que nutren el imaginario de los cuidados intensivos, así como del imaginario de las galaxias. En tanto que los expertos mantienen tonos moderados, estos se contradicen con las imágenes que presentan el universo apocalíptico de los expertos enmascarados.

La epidemiología adquiere carta de naturaleza de una policía de la salud, atribuyéndose la licencia de investigar las relaciones de las personas. Este panóptico salubrista descansa sobre el supuesto de que cada cual debe informar al poder acerca de todas sus relaciones. El estigma de mentiroso, asociado a los contagiados,  justifica la escalada de la intervención. Pero el sentido de esta gran inspección y almacenamiento de la población radica en considerar que todos podemos ser sujetos infectados y sospechosos de transmitir la infección. De este modo se justifica una cuarentena inquietante a las relaciones sociales y a los espacios públicos. En este contexto, se reclama la suspensión del juicio crítico.

Así se configura una somatocracia perfecta. Las autoridades se encuentran legitimadas para intervenir movilizando su capacidad de coerción. La licencia para imponer restricciones en las vidas de las personas queda sancionada mediante el consenso social derivado del miedo. El poder recupera la plenitud de prohibir y la capacidad de castigar. También puede inspeccionar, aislar y determinar cuáles son los espacios prohibidos.  Las amenazas del virus suscitan respuestas de escalada de actividades  de rastrear, peinar, limpiar, sanear, purgar o extirpar. Así se genera un estado de movilización colectiva similar al estado de guerra, en el que cada uno queda integralmente subordinado a las acciones de las autoridades.

Pero el aspecto más inquietante radica en la configuración de una nueva somatocracia mediatizada. Los medios recuperan un papel fundamental en la instrumentación de la respuesta. El peligro de espectacularización se hace patente ya. La conquista de la audiencia produce una escalada de competencia entre empresas de comunicación que tiene componentes perversos. El morbo es un valor en alza ante la audiencia inquieta y cargada de emociones. Las teles convocan a los expertos, completando sus emisiones con testimonios de profanos y con las iconografías de los enmascarados. Voy a hacer una afirmación inquietante, en tanto que es rigurosamente verdadera: el coronavirus ofrece a las cámaras unas oportunidades excepcionales.

El sentido que unifica la acción del dispositivo somatocrático mediatizado es el de la guerra. Los discursos apelan a este concepto letal. Sobre este aserto se construye la respuesta, fundada en la movilización de la opinión, recurriendo a medios que fomentan los temores colectivos y desatan comportamientos de masa que se sitúan en el umbral de la histeria. Parece inevitable señalar que se redescubre el concepto de campo de concentración para los infectados. Así se sanciona, más allá de la vertiente de salud, un nuevo orden interior inquietante. El aspecto principal radica en que los poderes se refuerzan, en tanto que las personas resultan más frágiles ante las nuevas autoridades interventoras.

En noviembre de 2015 publiqué un texto en este blog, Las ingenierías del asentimiento, analizando el impacto de los atentados terroristas en París. En este resaltaba la importancia de la generación de un nuevo estado de lo social como consecuencia del peligro terrorista. Este se podía definir como la activación de “las ingenierías del asentimiento”. La significación de este concepto remite a un estado colectivo dominado por el espectáculo del terror, los sentimientos colectivos que desata, y, sobre todo, la cancelación de las distintas interpretaciones, suprimiendo de facto la pluralidad. En una situación así, solo queda la opción de asentir con convicción. Los matices, las puntualizaciones o las diferencias, quedan rigurosamente excluidas en este estado de exaltación colectiva. Es un tiempo de estado de excepción catódico.

Los tiempos de activación de las ingenierías del asentimiento, implican el cerco a la inteligencia crítica. Esta es puesta en cuarentena mediante su neutralización por los climas emocionales generados por el miedo. Discrepar deviene en una heroicidad. La democracia queda en suspenso hasta nueva orden. En la crisis del coronavirus se empieza a evidenciar que el posicionamiento de la profesión médica, así como de la inteligencia crítica, se disuelve a favor de un alineamiento general. La debilidad de la inteligencia en un tiempo de predominio de la televisión, alcanza cotas inimaginables. Solo hablan los predicadores del espectáculo, que reinterpretan las voces pausadas de las autoridades del estado-mercado y su cohorte de expertos.

En este estado de convulsión colectiva mediatizada y experta, lo que resulta más inquietante es la definición del mitológico paciente cero, que es el portador del mal que inicia la cadena. El paciente cero, más allá de la crisis del coronavirus, resulta un concepto letal que puede ser exportado a otros ámbitos externos a la salud. Supongo que Proudhon, Bakunin, Marx o Engels fueron una versión en su tiempo de paciente cero. También Mandela, Sandino y tantos otros. La identificación del paciente cero implica el perfeccionamiento de una metodología de rastreo que es exportable a todo lo que es considerado como amenazas al orden social instituido por el mercado total. Todo esto es muy peligroso.

 

 

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