En febrero de este año el gobierno de Estados Unidos, a través de sus Institutos Nacionales de Salud, anunció una inversión de 1 150 millones de dólares para financiar, durante cuatro años, investigaciones del COVID Prolongado (Long COVID). Así han denominado, algunos grupos de pacientes autoorganizados, al conjunto de síntomas que perduran después de sufrir la etapa aguda de la infección por SARS-CoV2. Aún es poca la evidencia disponible para comprender los efectos a largo plazo de una enfermedad cuya existencia lleva poco más de un año. No obstante, el consenso científico crece diariamente en reconocer que se trata de un fenómeno real. Teniendo en cuenta las altas prevalencias de la enfermedad en personas adultas y el impacto en su vida cotidiana y laboral, es necesario comenzar a ocuparse de las derivaciones que el COVID-19 tiene y tendrá en el mundo del trabajo.
Los síntomas del COVID Prolongado son muy variados y, aunque se continúa investigando, comprenden fatiga, dolor torácico, articular y muscular generalizado, dificultades para respirar, problemas cardiovasculares, renales y neurológicos, disfunciones cognitivas, incapacidad para concentrarse, así como ansiedad y depresión. Estos síntomas pueden aparecer semanas después de la infección por SARS-CoV-2 y prolongarse durante meses. La propia oficina regional para Europa de la Organización Mundial para la Salud ha señalado que el COVID Prolongado tiene un “impacto grave en la capacidad de las personas para volver al trabajo”, afectando su salud y la vulnerabilidad económica de sus familias. Las implicaciones de esta etapa de la pandemia alcanzan también a los empleadores, a los servicios de salud ocupacional y a la economía en general.
El impacto de la pandemia sobre el crecimiento económico es conocido. Menos sabemos sobre la repercusión que podría tener en la fuerza de trabajo. Si bien las tasas de mortalidad por COVID-19 son más altas entre personas ancianas, la muerte prematura, lógicamente, es mayor entre los más jóvenes. En un estudio reciente, que incluyó a 81 países, se calculó la cantidad de años que las personas hubieran vivido si la pandemia no hubiera existido. Allí se estableció que la muerte prematura fue de un 45% entre quienes tenían 55 a 70 años de edad y de un 30% en los menores de 55 años, pero ese patrón se invierte en los países de ingresos medios y bajos, alcanzando un 60% de muerte prematura entre los más jóvenes. La pandemia golpea no sólo aumentando las desigualdades en salud, sino también reduciendo las capacidades para salir de la crisis en aquellos países con menos recursos para enfrentarla.
El Sistema de Riesgos de Trabajo (SiRT) vuelve a situarse en el centro de las necesidades de la salud pública. Pero esta vez, debido a la gestión del regreso al trabajo de todas aquellas personas que han transitado la fase aguda del COVID-19. La respuesta a implementarse debe ser flexible, porque se trata de un conocimiento en evolución; oportuna, porque la aplicación debe ser simultánea al desarrollo de la enfermedad; amplia, que incluya beneficios y prestaciones imprevistas; y democrática, para preservar y extender los derechos laborales de los afectados/as.
La ley de Riesgos del Trabajo (nº 24.557/95) posee entre sus objetivos la reparación, rehabilitación y recalificación de los trabajadores/as ante los daños derivados de las enfermedades profesionales. La gestión del regreso al trabajo realizada por las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART) durante todos estos años, aunque siga pendiente una evaluación verificable y sistemática de sus resultados, parecería seguir la doctrina del rechazo y el alta temprana. Sin embargo, los profesionales de la Medicina Laboral poseen el conocimiento y el compromiso ético que se necesitan para una prevención terciaria que preserve la salud de los afectados/as por COVID-19.
Es probable que el COVID prolongado posea consecuencias sobre el absentismo de larga duración en el trabajo. La delimitación del tiempo en que se inicia y finaliza esta etapa todavía está en desarrollo. Por ejemplo, varios estudios establecieron que los síntomas persisten pasadas las 12 semanas del inicio del COVID-19 agudo, pero un estudio reciente en Suecia registró que el 10% de las personas infectadas continuaba con algún síntoma luego de 8 meses. El retorno al trabajo debe ajustarse a las características de cada individuo pero deberá ser gradual, flexible y prolongado debido a la variabilidad de los tiempos de recuperación observados entre los pacientes. La Evaluación de Riesgo por parte de los Servicios de Prevención también será una herramienta fundamental siempre que se adapte a esta nueva situación. Aunque todavía hay que estudiar los efectos combinados de la morbilidad por COVID prolongado sobre la capacidad para trabajar, es posible prever algunas limitaciones. Por ejemplo, la fatiga física y cognitiva limitan la intensidad y duración de cualquier tarea laboral, o las posiciones de pie extendidas. El apremio por disminuir el absentismo no debe aumentar el riesgo de recaídas debido a la reducción en los tiempos del retorno.
El Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU 357/20) que declaró al COVID-19 como Enfermedad Profesional para trabajadores/as esenciales durante el primer año de la pandemia ha sido fundamental para enfrentarla. Sin embargo, su caducidad a partir de noviembre de 2020, parece responder más a la urgencia del SiRT que a la necesidad de los trabajadores/as. No sólo se ha perdido una herramienta que evite la propagación de la enfermedad durante el 2021, sino que se impide alcanzar los objetivos de rehabilitación de la propia ley de Riesgos del Trabajo. Habrá que observar con detenimiento la continuidad de las políticas de pagos y beneficios por la Enfermedad Profesional y los efectos de la gestión del regreso al trabajo por COVID prolongado sin derechos laborales para su protección.